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A unas cuantas y a unos cuentos

Me has llamado desde el otro mar, con tu memoria erizada por tantos exilios documentados.

Inquieta por lo que está pasando, no a las puertas, sino en el corazón de Europa, me has preguntado si nos reencontraremos algún día. Yo te he prometido que sí. Que el reencuentro será, y que regresaremos al jardín semioculto para celebrar la vida y sus azares.

Hemos hablado de tu abuela, la que huyó de Odessa, y que estos días ha estado agazapada en tu corazón y el mío. La misma que años más tarde, y a pesar de tener heladera, guardaba cada alimento en un paño húmedo y los disponía en el alféizar de la ventana.

Y he seguido con un cuento extraño e insomne.

¿Sabes, mi querida Nora, que el mal del mal es que no se para a contar sus propias contradicciones?. Simplemente, las ignora. Peor aún, las lanza como carnaza para confundir a sus presas.

El mal del mal no es que lo perpetren sociópatas, como nos gusta suponer, sino que saben lo que quieren, cómo lograrlo, dónde activarlo y cómo dosificarlo.

Lo peor de los perpetradores del mal no es que no estén locos, como repetimos sin cesar con la vana intención de que aparezca un médico, o mil, y los sanen o los encierren.  Lo sobrecogedor es que no advertimos que son voraces, que es una curiosa manera de estar cuerdo. Ni que son insaciables, que es el más paralizante de los hechizos para quienes trocamos la perplejidad ante lo inadmisible por míticas diabólicas.

Voraces e insaciables. Conocedores del poder hipnótico de cincelar -a golpe de algoritmos- imágenes que despiertan miedos atávicos. Los mismos que, durante siglos, arrasaron las llanuras, los bosques y los valles de la vieja Europa. Las mismas imágenes que atizan el temblor de la indefensión de quienes, sin vivir las guerras, descendemos de las cicatrices de quienes sobrevivieron a los terrores de la ignominia perpetua.

Imágenes de hogares mutilados, de mujeres y hombres acurrucados protegiendo la fragilidad de las pequeñas vidas y de las vidas largas, de miradas perdidas, de vulnerabilidades enajenadas.

Voraces e insaciables, saben que su poder radica en atizar el terror que duerme, generación tras generación, en el humus de las memorias colectivas. Ese que despierta cada vez que las sirenas antiaéreas ,¡ay de Telémaco!, hieren los amaneceres.

Esas imágenes son el botín que ansían. El resto es dramaturgia.

Y me has dicho, ¡escribe!, carcajeándote, como casi siempre haces cuando te cuento sin filtros.

-Tengo miedo, te he dicho sin pensar.

-¿Miedo? me has retado

Y como un flashback de trincheras que nunca conocí, han aparecido mis abuelos. Para deshacer sus maldiciones, uno por loco y el otro por rojo, escribían con letra cursiva en papeles que quemaban por el miedo a ser delatados por los suspiros que se derramaban entre sus dedos.

Miedos atávicos que nos atan a los mástiles de filibusteros amátridas.

Escribe, me has dicho, que nos servirá a unas cuantas, como me ha servido a mí.

En las pantallas, las sirenas graznan la amenaza de una maldición encriptada.

Nora querida, hasta el reencuentro en el jardín semioculto, jugaremos al escondite en los amaneceres del mar de las especias.

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